¿Por qué lloramos?

Ni tú ni yo, ninguno de nosotros. No hemos nacido inmortales, desde pequeños tomamos la consciencia de que la vida, tarde o temprano, termina. Esa es su mayor bondad. Ojalá viviéramos en un mundo donde cada uno se mueve por sí mismo, y nace de nuestro interior una necesidad ontológica de hacer aquello que ya sabemos importante. No es así nuestro mundo. Hacemos porque vemos en el horizonte una fecha límite, de expiración. Decidimos lo que comemos por su caducidad, y hacemos las tareas porque vemos pronta su entrega. Mi vida solo es así porque la muerte inspira una valentía de la que yo, sin ella, carezco.

Miro el reloj en la pared.

El segundero avanza asfixiante recorriendo la circunferencia perfecta del tiempo y vuelve, una y otra vez, al lugar donde empezó. Es parecida la vida, nacemos y morimos igual. No morimos solos, no. Tampoco nacemos así. Cuando nacemos traemos con nosotros un amor que se desliza entre padres, hermanos, abuelos. A medida que crecemos ese amor que hemos traído acompaña también a nuestros amigos, conocidos o parejas. Damos, sin saberlo —sin saber nunca en qué medida— golpes de amor sinceros a más gente de la que conocemos. Alegramos a las personas que se chocan, accidentalmente, con ese amor sucinto y cosmológico del que, sin quererlo, nos hacemos causantes al nacer.

Por eso no morimos solos. Cuando llega la muerte y nos despega de la vida, ese amor no se destruye o desaparece. La muerte, socialista, reparte entre todos ese amor que hemos llevado con nosotros. Le da a cada uno en su medida unos mililitros de nuestro amor, a nuestros amigos, a nuestra familia, a nuestra pareja, a conocidos extraños o a íntimos desconocidos. La muerte reparte entre todos ellos gotas de lo que hemos sido.

Así, no lloramos por tristeza, pena o aflicción. Lloramos porque el corazón, que no sabe qué hacer con los excesos, está desbordado de amor.