Fíjate más en las flores

— Hola.

Nos habíamos reconocido mutuamente, por eso ninguno dijo el nombre, por eso tampoco importaba quién había dicho «Hola». Su vestido rosso vermiglio llegaba hasta sus pies, apenas dejaba intuir sus zapatos, pero se intuían. El color del vestido atrapaba la mirada y, cuidadosamente, la dirigía, poco a poco, a través de su contorno. Mis ojos iban siguiendo las suaves curvas de los pliegues que se arremolinaban, de vez en cuando, en volantes, donde podía descansar mi mirada.

— Hola.

Ella seguía igual que siempre.

— Siempre te han gustado los jardines botánicos, casi más que los museos.

— Muchas veces más que los museos.

Nos reímos. Entre cada frase, casi que entre cada palabra, se expandía hasta casi sofocarnos el silencio pesado de los reencuentros. Reconocíamos en el otro, ahora más marcadas, las arrugas de los gestos y de la risa. Nos reconfortaba pensar que todavía conocíamos su significado.

— ¿Has venido por trabajo?

— Sí, tengo un congreso. ¿Tú?

— No lo sé todavía.

— Es una casualidad bonita entonces.

Me reí.

— Yo creo que todas las casualidades lo son.

Se rio.

— ¿Cuál es tu ponencia?

— ¿Por qué asumes que no he venido solo como espectadora?

— Incluso si fueras como espectadora, seguirías dando una ponencia. No te puedes resistir.

— No sabes si he cambiado.

— ¿Lo has hecho?

— En eso no.

Sobre nuestras cabezas, se extendían enormes glicinias que volaban e impedían ver, salvo por lejanas intuiciones, el pequeño palacete que servía como punto central del jardín. Se divertían —las glicinias— entre ilusiones impresionistas que las teñían de colores fugaces que —solo entrecerrando los párpados— terminaban de verse. Violetas. Fucsias. Verdes. Lilas.

— ¿Cuál es entonces?

La geografia dell’assenza: Spazi semantici vacanti nel continuum dialettale italiano.

Cada rayo de luz que atravesaba las plantas trepadoras dibujaba sobre el suelo un mosaico arabesco; sobre él se imprimían cuidadas formas geométricas teñidas del color —traslúcido— de la flor. La brisa nos acompañaba con un pausado baile que, con cada roce, mecía sutilmente las plantas, y el mosaico geométrico reproducía las infinitas variaciones del aire y el viento en el suelo. Cambiaban también, de manera casi imperceptible, las sombras que perfilaban nuestras caras y descubríamos el uno en el otro nuevos detalles, poros, matices que hasta ahora desconocíamos.

— Muy poético el título.

— Solo la primera parte.

— Suele pasar. Con todo.

— ¿Qué quieres decir?

— La mayoría de historias siempre empiezan poéticas, la mayoría de libros, artículos, ensayos, películas, canciones o vidas. Siempre se empieza por la poesía.

— ¿Y a dónde va la poesía?

— No lo sé, supongo que nos vamos desilusionando con el tiempo. La pérdida de la poesía es la pérdida de la ilusión.

— Y tú, ¿sigues viviendo con poesía?

Con cada parpadeo, sus ojos movían —acariciaban— el aire. Y notaba, tal vez de manera psicosomática, cómo el perfume dulce de las glicinias me llegaba siguiendo el compás de su mirada.

— Tampoco lo sé.

— Cualquiera diría que no sabes nada.

— Sé poco.

— Bueno. Mucho tendrías que haber cambiado para que eso fuera cierto. No creo que sea eso lo que te pasa.

— ¿Qué es lo que me pasa entonces?

— No lo sé, yo tampoco sé mucho, ¿sabes?

— Demasiado tendrías que haber cambiado entonces.

Nos reímos los dos. Seguíamos paseando por el jardín.

— ¿Te acuerdas de nuestra «cita» en el Parque Botánico?

— No me hacen mucha gracia esas comillas.

— Llegaste tarde a mi casa, nos perdimos en la ciudad más cartografiada de España y, para colmo, casi nos prohíben la entrada para siempre por robar una flor.

— Por robarte una flor.

Me miró detrás unos ojos enfadados y unos labios sonrientes. Yo puse la misma cara que siempre había puesto cuando me miraba así. Menos mal que no conocemos realmente nuestras caras, solo las que ponemos delante del espejo. Si las conociéramos, si viviéramos con un espejo delante toda la vida, nadie más podría conocernos.

— Me quiere sonar esa «cita», sí.

— Y tus comillas, ¿por qué son?

— ¿Quién sabe?, pero me parecía de mala educación no imitar a mi interlocutor.

Imitation is the sincerest of flattery.

— Retiro las comillas entonces.

— El halago está hecho.

— Continúa con tu historia, por favor.

Se rio, sabía que siempre se salía con la suya. Mientras caminábamos, despacio, se giró, de repente, cuando vio una mariposa. Con algún gesto, del que mi yo consciente, lastimosamente, no se dio cuenta, me hizo saber que no se había olvidado y que iba a contarme la historia, así que dejé que mi mente tranquila se encargara de verla observar una mariposa.

— En esa cita.

— Veo que ahora ya no hay comillas.

Seguía mirando a la mariposa, se rio.

— Como decía, en esa cita aprovechaste para leerme unos versos de Gala, ¿te acuerdas?

— No especialmente, no.

— Ojalá Dios te hubiera dado la memoria que tienes para el resto de cosas también para tu vida. Me recitaste:

El amor pudo ser una granada hendida

y también pudo ser una rama de mirto.

Pero el amor no es más que una flor seca:

una flor seca ya y todavía.

— ¿No te acuerdas?

— No, la verdad es que no.

— ¿Sigues pensando que es mejor vivir así?

— Sigo pensando que la memoria es un lastre, sí.

— Vives sin saber quién has sido.

— No me tengo que preocupar por quién creo que soy.

— Pero todo se esfuma, todo lo importante. ¿De qué te sirve recordar con precisión milimétrica cada palabra de un libro o conocer de memoria fechas y biografías si te olvidas de ti?

— No sé si puedo decidir de qué me puedo acordar. Tal vez por eso, porque no me recuerdo, sigo viviendo con la misma ilusión cada día.

— Pero cada vez que estás triste, lo sientes todo como si fuera la primera vez.

— Tal vez es la única manera de vivir con poesía.

Se giró un poco, lo justo para apoyar —al menos parcialmente— su mirada sobre la mía. En esos segundos breves nos olvidamos de que éramos desconocidos. Sentimos, durante esos segundos, cada y cada caricia que bailaba el aire, la brisa, el viento.

— Cuando me leíste esos versos supe que me ibas a dejar.

— Pasaron meses hasta que me planteé dejarte.

— Tal vez, pero te conozco. No eres capaz de escapar la narrativa que te creas en tu cabeza, no dejas de verte como un personaje y, poco a poco, va permeando en tu subconsciente la historia que crees que tu personaje interpretará.

— ¿Y esos versos?

— Tú ya empezabas a pensar que nuestro amor era una flor seca, ya y todavía.

Nos miramos. Tal vez por primera vez desde que nos habíamos visto. Nos miramos, con una sinceridad desnuda, empezaron a desaparecer de nosotros, de nuestros perfiles contorneados por la sombra cambiante, cada uno de esos poros, de esas arrugas, de esos matices desconocidos. Volvimos, solo durante unos instantes, a volver a vernos como antes.

La mariposa que había estado mirando se apoyó, de repente, sobre el dedo de Aya, y con ello volvieron a colocarse sobre nuestras caras las arrugas, los poros, matices. Nos quedamos mirando a la mariposa.

— Simplemente te has perdido, Julio, nos pasa a todos. Sigues sabiendo lo mismo de siempre, seguramente ahora un poco más. Hay veces que perdemos el rumbo, nos quedamos flotando, desorientados. Tú siempre has sentido más el aire que los demás, pero hay veces que conviene recordar el suelo.

— Gracias. He tenido suerte volviéndote a ver.

— ¿Cuál era tu frase por antonomasia sobre la suerte?

— Vivimos de las rentas de una o dos buenas casualidades.

— Espero que esta sea una de esas.

— Todas las casualidades lo son.

Ambos nos reímos.

— Fíjate más en las flores, Julio. Siempre que te pierdes, te pierdes en lo enorme; lo cósmico te absorbe tanto que te olvidas de lo esencial. Hay veces que todo es sencillo, mucho más sencillo. Hay veces que basta con fijarse en las flores para volverse a encontrar.

Voló la mariposa de su dedo, a través de las glicinias y hacia los rayos de luz que dibujaban el mosaico en el suelo. Me quedé viéndola volar.